www.relatosdepatricia.blogspot.com

viernes, 25 de febrero de 2011

CUENTO: La despedida.


Me vi caminando por la orilla de una hermosa playa al atardecer.

Me dirigía a trabajar a una residencia de ancianos que se encontraba enclavada a unos cien metros de la orilla del mar. Cuando entré, tuve que tener cuidado en el acceso al interior, no me percaté de cómo era el lugar. Una vez dentro observé que paredes, puertas y ventanas las formaban cientos de conchas marinas de todo tipo, ajustándose a las formas.

Más tarde, entrada la noche, cuando me dirigía a casa caminando descalza por la orilla del mar, pude observar destellos de luz circulares que brotaban de sus ventanas y fue entonces cuando vi que la residencia era una colosal caracola. ¡Qué edificio tan hermoso!, que original.

Trabajaba como enfermera, atendía sus cuidados, curaba sus heridas. De entre todos los ancianos, había una abuelita de cabello blanco. Apenas andaba, tenía movimientos muy lentos y precisaba la ayuda de una monjita de blanco uniforme para desplazarla. Día tras día la abuelita iba apagándose. Su pálida piel reflejaba cercana su despedida.

La abuelita se fue llenando de heridas que yo curaba. Días después pude observar a un caballero mayor, vestido de traje y aspecto elegante, que con ternura la cogía de la mano. Hice mención a las monjitas, preguntando quien era el caballero que no se separaba de la ancianita. La monjita me miró sorprendida y observé que no entendía mi pregunta. Ella veía a la ancianita sentada en su sillita de ruedas, sola y apagadita.
Al insistir en que veía a un caballero que respondía con cálida sonrisa, la sor, puso al corriente al resto de monjitas y ninguna de ellas veía al caballero que acompañaba a la ancianita.

Días posteriores observé un sinfín de preparativos en los que participaban trabajadores y ancianos de la residencia. Ensayos, idas y venidas y un permanente cuchicheo entre residentes.

Monjitas, médicos, enfermeras, ayudantes, todo el personal estaba tramando una fiesta. Lo presenciaba sin preguntar, observando cada paso, cada movimiento con mutismo absoluto de cuanto se preparaba.

La abuelita se iba, se apagaba día tras día. Supe a través de la mirada de su compañero que se iría pronto, que había venido a acompañarle en el trayecto, cruzar hacia la otra orilla. Los ojos del caballero decían que su partida no debiera de ser triste, que debiera de ser alegre y acompañado de aquello que más apreciaba en la vida.
La abuelita había sido profesora de música, tenía especial sensibilidad por  Mozart.

Una mañana cuando llegué, me encontré a la ancianita sentada en su silla, junto a su inseparable caballero, cogidos de la mano en los últimos días. Ella no podía levantar su cabecita para mirarme, pero supo que había llegado la enfermera que curaba sus heridas. El caballero levantó su cabecita, ella me miró con una sonrisa. Su mirada me cautivó, sentí ver en sus ojos con certeza que sería su último día.

Centré toda mi atención en ellos y me percaté que se iniciaba la fiesta de su despedida. Junto a la pareja rodeada de ancianos y trabajadores, en el salón vestido de  teatro, las luces se apagaron y puertas y ventanas se cerraron. Sentados a oscuras, sin ruidos ni movimientos, durante minutos, todos callaron y suavemente comenzaron a oírse las primeras notas. Segundos después suavemente fueron entrando luces de diferentes colores. Primero rincones, después, poco a poco la luz dejó ver las vestiduras y siluetas del teatro ¡La sorpresa fue grande!

Toda la orquesta iba vestida de fiesta, vestidos con trajes de payaso. El director como si fuera un títere dirigía la banda de músicos. Fue tal mi sorpresa que empecé a reír, qué magnífica despedida. Las obras de música que te apasionaron en vida, oírlas y verlas representadas en un  concierto de payasos, regalándote en tu última hora de existencia alegría.

Recuerdo al terminar la jornada salir de esta hermosa experiencia  regresando descalza por la playa, sandalias en mano, sonriendo de haber participado en una bella experiencia.


Pensaba, quizás que pudiera encontrar alguna perla que hubiera sido olvidada cuando se construyera la carabela y comencé con los pies airear las  micro-esferas que dan cuerpo a la arena…fue entonces cuando sentí caricias bajo los pies, el suave roce de minúsculas perlas.