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domingo, 1 de septiembre de 2013

CUENTO: La Catedral animada. The lively cathedral.




En una abandonada aldea, tupida de majestuosos valles, se abre paso blanca torre, cóncava y apretada cúpula que asoma agitada campana entre variados esmaltes verde aceituna. Al alba, somnolienta despierta atada, acordonada en soga, serpenteando y golpeando su orondo cuello. Es timbre de hierro, zumba, rugido castigo, clausura condena invocando aplacar su destierro “que su portentosa voz se esparza más allá del sonoro eco”.
                              
Moradores que antaño la habitaron, recuerdan hileras en romería orando letanía, tocados de horquilla, nudo y velo negro, pies encadenados, manos portando negro misal y pulseras luciendo oscuros rosarios.

Su dilatado lamento y estilizado cuello anima la curiosidad de visitantes, y, aprovechando la entrada de nuevos vecinos, después de un largo camino y dado que no hay mejor descanso que pasear fresca, relajante y silenciosa cualquier capilla, ermita o basílica “cualquiera que se dé al paso”, el travieso monje aprovecha y juguetea entre cultos, oraciones y Santa Misa.

Los visitantes silentes, prefieren no molestar coincidiendo en colocarse juntito, a la entrada de la Catedral…o salida, más bien hacia al final. Delante, asientos guardados quedan libres para vecinos del lugar que, abriendo auroras y cerrando hogar salen en grupo familiar con pulcros trajes que llevar al altar, cruzando albores senderos y rutas sin señalar.

Los nuevos visitantes se sientan detrás y mientras fresquitos descansan, impregnan retina y lagrimal. Rodeados de serenos muros y bello cristal, en silencio, sin esperar, huelen naftalina de abuelos gentiles que regalan oratoria santoral. Aceptan el cumplido, no lo pueden rechazar y al girar la cabeza para seguir observando en sigila paz, reciben inesperado regalo, pequeñas cerámicas realizadas por diminutas manos, estallando risas y cuchicheos dentro del Altar, mientras que el afable Padre Abad sonríe galante, ajeno al quebranto provocado por tremendos abuelos y niños del lugar.

Cuando la oratoria va a terminar, el párroco con sigilo envía abrir puerta invirtiendo el grato incienso religioso por aromático chocolate cocinado por el Abad.

Al sentir la estimulante fragancia del cacao, los feligreses salen en manada directo a la cocina, dejando al padre solo terminando la Sagrada Eucaristía. Los pequeños, más sensibles a aromas del paladar escapan primero, siguen la inercia los visitantes y por último, ancianos del pueblo que no pueden correr se acercan y esperan que el Padre reparta el suculento chocolate caliente realizado con leche fresca con ricas pastas del lugar.