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miércoles, 24 de febrero de 2016

Sueño de una tarde. Lluvia de meteoritos.

Un atardecer de invierno pace tranquilo como sustraído de cálida primavera en una pequeña aldea de alta montaña al norte de España.

Súbitamente el pueblo quedó en quebranto. Tras mirar al cielo siguieron silentes avisos y afónicos llantos. Roncos gritos, ahogos de condenados que en segundos atónitos sienten venir el derrumbe inmediato de sus vidas.  Mientras la cálida tarde caía para dejar paso al juego de sombras de la luna, surgieron en el cielo  lanzas untadas de fuego quemando  tierra y energía.

Son un grupo de meteoros que al atravesar la atmosfera golpeados y encendidos en llamas dividen rocas en pequeños pedazos.

Pero no solo esto está ocurriendo en Europa. Simultáneamente este hecho está ocurriendo en Centro América, solo que la caída de meteoros es mucho mayor.

Ante el griterío de gente por el impotente pánico que se avecina, miedo, huídas y gritos, no giran de nuevo para ver caer las brechas del firmamento… mientras que escoltado  por  iluminados escombros cruza el cielo un  gran objeto,  una roca cuyas particularidades de dureza mineral no pudo desintegrar  la atmosfera terrestre.

Es curioso, la gran roca baja desprovista de fuego y mientras va acercándose sustrae de la tierra silbidos y ecos temblorosos que nacen en la naturaleza.

Mientras va descendiendo se perfila su oscura  imagen hasta distinguir con asombro el cuerpo de inmensa ave, y mientras va cayendo se distingue, rostro y manos de constitución humana, dirigirse hacia un lugar determinado como si hubiera sido lanzado en jabalina.

Ante la gran expandida y huídas de gentes, una mujer se ha escondido en una antigua caja de reloj vertical de madera artesana “lo primero que encontró para protegerse” cuyo frontal de cristal se haya intacto y cuya llave le sirvió para encerrarse por dentro.


Tras el vidrio ve dirigirse el ave hacia el reloj como un rayo; lo rompe suavemente, la coge despacio entre hercúleas alas izándola hacia el infinito.