No tengo palabras. No las necesito. Ella me
entiende.
Cada día, cuando el sol se cuela por la
ventana, sé que vendrá el momento del cepillo. Me acerco, la miro, y ella ya
sabe. Me lleva al rincón de siempre. El cepillo espera. Yo también. Me acomodo,
me dejo hacer. Pero si sus manos se olvidan de acariciarme, la detengo. Froto
mi cara contra sus manos. Le miro con palabras que sólo ella sabe traducir: “No
olvides, además de cepillar mi peluda piel, necesito mimos y besos, es nuestro
momento.”
Entonces, sus caricias vuelven. Y cuando
todo está en sintonía, ella se acerca y me besa en la cabeza. Solo ahí, en ese
instante. Es el único momento en que me dejo besar. Porque ahí, en medio del
cepillado y la ternura, me siento seguro. Me siento suyo.
A veces, cuando quiero mis golosinas, me
estiro sobre sus piernas. Me acomodo como quien reclama con elegancia. Y si se
retrasa o está ocupada con otras cuestiones, la guío, la llevo a la cocina, al
lugar donde guardan mis golosinas y galletas. Ella ríe, me sigue, y yo sé que
lo ha entendido. Siempre lo hace.
Cuando llega la noche y mi ama se acuesta
tarde, le aviso, deseo que ella descanse, deseo verla dormida…la amonesto y
riño una y otra vez con maullidos dolidos porque yo no puedo dormir mientras la
veo danzar por casa.
Un día, se olvidaron de mí. La puerta se
cerró y me quedé en la cocina. Solo. El mundo se volvió pequeño. No maullé. No
rasqué. Esperé. Porque sé que ella vuelve. Siempre vuelve. Y cuando el cuerpo
ya no pudo más, busqué el rincón más discreto de la cocina. No quería ensuciar.
No quería molestar. Dejé mis pelotitas en una esquina del fregadero. Ordenadas.
Silenciosas. Como yo.
Y entonces, la puerta se abrió. Su voz
cruzó el aire como un abrazo. Me encontró. Me miró. Y en sus ojos vi lo de
siempre: amor, culpa, ternura. Me acarició. Me entendió. Y yo, como siempre, la
perdoné.
Ella sufre cuando me deja solo. Lo sé. Lo
siento. Pero yo espero. Porque soy noble. Porque confío. Porque ella es mi
mundo.
No tengo palabras. No las necesito. Ella me
entiende.