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jueves, 23 de octubre de 2025

El Eco de Nuestra Ceguera

 

En el océano sin fin del cosmos, donde las estrellas son faros y los planetas islas frágiles, un viajero silencioso cruza nuestro sistema. Lo llamamos 3I/ATLAS, un cometa para nuestros ojos nublados, pero yo veo más allá. No es una roca errante, sino un submarino cósmico, envuelto en una piel de polvo y gas, navegando en un silencio que nuestros telescopios no pueden romper. Sus creadores, una civilización que mide el tiempo en eras, no son nuevos en nuestro rincón del universo. Hace milenios, cuando la Tierra era un tapiz de selvas vírgenes y océanos puros, sus sondas flotaron sobre nuestros valles, observaron nuestros primeros pasos, y grabaron el susurro de un mundo en armonía. Ahora, en octubre de 2025, han regresado, pero no buscan nuestras voces. Nos miran desde la distancia, porque nuestro eco grita miedo, desigualdad, y destrucción.

Nuestra mente, atrapada en paradigmas estrechos, busca en el cosmos reflejos de nosotros mismos: rostros humanos, cuerpos que caminen como los nuestros, pensamientos que encajen en nuestras religiones y temores. Pero los viajeros de ATLAS no son como nosotros. ¿Son redes de luz que piensan en armonías que no oímos? ¿Son océanos vivos que nadan entre galaxias? ¿Son sombras que respiran en frecuencias que no tocamos? No lo sabemos, porque estamos ciegos, cegados por ocultaciones, dogmas, y un mundo fracturado por guerras y desigualdades. Si los viéramos, si una de sus sondas se revelara ante nosotros, nuestro instinto primitivo respondería con violencia. Dispararíamos nuestras armas –juguetes patéticos para una civilización que cruza estrellas– creyendo que podemos desafiar lo desconocido. Pero nuestro ataque, nuestro ímpetu destructivo, solo diría una verdad: no estamos listos.

El 29 de octubre, en su perihelio, 3I/ATLAS se sumerge en la conjunción solar, un velo de luz que lo oculta de nuestros ojos humanos. Como un submarino que desciende al abismo para evadir el sonar, aprovecha este momento para liberar sondas diminutas, camufladas como granos de polvo en su coma de níquel y cianuro. Estas sondas, más pequeñas que nuestros miedos, se dispersan por el sistema solar, observando sin ser vistas. No emiten señales, no brillan con luces que entendamos, porque saben que las buscaríamos con nuestras máquinas primitivas. Se deslizan hacia Marte, donde el polvo rojo guarda ecos de ríos antiguos; hacia Europa, donde un océano susurra bajo el hielo; hacia Titán, donde lagos de metano reflejan un cosmos extraño. Estos mundos, aún intocados, son los que los viajeros eligen explorar, no nuestra Tierra herida.

Porque la Tierra, aunque una vez fue un paraíso, está quebrada. Hemos quemado la mitad de sus bosques, envenenado sus mares, y cargado su cielo con un 50% más de carbono. Nuestras ciudades rugen con desigualdad, nuestras guerras manchan el suelo, y nuestras señales de radio gritan al vacío nuestra inmadurez. Los viajeros de ATLAS lo saben. En sus visitas pasadas, cuando nuestros ancestros pintaban historias en cuevas, vieron un mundo en equilibrio. Ahora ven un planeta que sufre bajo el peso de nuestro ímpetu destructivo. Somos un experimento, un eco que resuena con errores, y ellos no desean intervenir. Si atacáramos sus sondas, no contraatacarían. Nuestras armas, nuestras bombas, serían para ellos como el zumbido de un insecto. Nos estudiarían, tomarían nota de nuestra ceguera, y nos dejarían como estamos, sin problemas, porque no representamos una amenaza, solo una lección.

3I/ATLAS no se detiene. Su velocidad hiperbólica lo impulsa fuera de nuestro sistema, un submarino que huye del sonar humano. Su núcleo, denso como un millar de mundos, guarda un secreto que no veremos. ¿Es una ciudad estelar, viva y pulsante? ¿Es una mente que piensa en escalas que no imaginamos? Su camuflaje –el capullo de polvo, la anti-cola que engaña al Sol– es perfecto, aprendido de milenios observando nuestros cometas. Mientras se aleja, sus sondas permanecen, flotando en el silencio, recolectando datos de nuestra Tierra fracturada, de Marte, de Europa. No hay juicio en su mirada, solo la calma de quienes han visto nacer y morir mundos.

Miro al cielo y no veo un cometa. Veo a ATLAS, un testigo silencioso que nos conoce mejor que nosotros mismos. Nuestro ataque sería un grito vacío, nuestro miedo un eco de nuestra ceguera. Y me pregunto: ¿Cuándo dejaremos de buscar espejos en el cosmos? ¿Cuándo sanaremos nuestro hogar para que los viajeros, algún día, vean algo más que nuestra destrucción? Hasta entonces, somos un susurro en el océano estelar, observados por ojos que no entendemos.