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miércoles, 23 de marzo de 2011

Las llamadas de la muerte.



Junto a un escaso grupo de personas, bordeamos paseando las delgadas arterias de un menguado pueblo, al anochecer. El vacío de sus callejas, la humedad del ambiente y la bajada de la niebla reflejaban como azabache sus gastados habitáculos y sus muros.

Me hallo dentro de un pequeño castillo, rodeado de viejos torreones, larga muralla de piedra gastada, porosa, calada por el zumbido permanente de agua, aire y frío. En sus muros brillantes y escurridizos se ven lazos de colores que forma la luna al tropezar como espejo reflejado en sus tabiques. En ellas florece musgo de un tierno color verde que al igual que el plancton, brota por el golpeteo y nutrientes  que arrastra el agua.

Allí, rodeada por tres personas, me hallaba acompañada. Nos dirigimos hacia el interior de los aposentos en busca de refugio para el descanso. En sus pasillos cuelgan viejos candelabros de tenue luz, frágil y etérea como la niebla.

Pasamos a una pequeña habitación, fría y húmeda carente de luz y calor. En el centro, una pequeña cama daba las coordenadas de monje en penitencia, carente de muebles y escaso abrigo. En ese momento, me di cuenta que de las cuatro personas, habíamos entrado a la habitación dos. Arreglamos el camastro y acondicionamos un poco el aposento.

Al poco tiempo, se oyó un ligero toque en la puerta, acto seguido  se oyeron dos golpecitos seguidos de sonido metálico diferente al primer golpe. Creímos que eran quejidos de tempestad, de agotamiento que provocan los golpes reiterados a grietas y fisuras en la roca; del viento cuando cobra voz entre los muros. Me acerqué a la puerta y abrí una mirilla enrejada que me permitía ver escasamente  el espacio que enfrentaba a la puerta. Un caballero alto, delgado, vestido de luto con fajín color rojo y camisa blanca se encontraba apoyado en la pared con limpios zapatos negro metálico.  Mirada hacia abajo, parte de su rostro cubierto por sombrero negro que a modo de respeto tenía ligeramente inclinado hacia el suelo. Enseguida supe que había llamado a la puerta. Un suave tok…sonido de madera, dos toques metálicos respondían al choque de sus limpios  zapatos de charol.


Sin palabras, supe que había venido a llevarse a mi compañera. Esperó respetuosamente a que saliera de la habitación para entrar en ella. Sin mediar palabra, se quedó esperando, mirando fijamente el frío y húmedo suelo. Pensé que no podía estar de manera permanente en la habitación para evitar que mi compañera estuviera sola, así que permanecí un tiempo dentro, también me mantuve  allí por miedo a ver de cerca el rostro de la muerte. Recuerdo al salir de frente, que él  de manera respetuosa no levantó la vista para verme, ni hizo el menor movimiento.

También recuerdo que fuimos a buscar alojamiento fuera del castillo. En la habitación ayudaba a otra compañera en arreglarla, cuando volvimos de nuevo a oír los tres golpes que percibiéramos en el palacete. No creímos que pudiera pasar igual, pero al abrir la puerta, vi de nuevo la misma imagen del caballero. Supe que había venido a llevársela. Salí, lo tuve muy cerca de mí.  Igualmente respetuoso; quieto, callado, sin prisas. A la espera para entrar se encontraba el caballero vestido de luto con sus zapatos limpios,  negros color metal, cabeza baja con sombrero inclinado hacia el suelo a modo de respeto.

De nuevo, las dos viajamos en búsqueda de alojamiento muy lejos de aquel lugar para evitar tropezarnos con el caballero. En una habitación de hotel,  alejadas de su  acecho nos disponíamos a descansar. Hablábamos como si nada hubiera pasado, nos habíamos olvidado de lo ocurrido y cuando creíamos que estábamos seguras, oímos de nuevo los tres golpes, uno en la madera y dos metálicos. No creíamos que fuera verdad pero él estaba de nuevo allí. Recuerdo quedarme un tiempo junto a ella. Entendí que cuando viene a llevarnos, no hay lugar ni distancias seguras que eviten su trabajo.


Respetuosamente esperó a que abandonara la habitación. Supe intuitivamente que no había llegado mi hora. Me llamó la atención su porte elegante de traje y sombrero negro. El gran grado de respeto, su silencio y  su espera, cabizbajo.