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lunes, 14 de octubre de 2013

CUENTO: Nina (IX) El silencioso llanto del jardinero.

FIN DE CURSO

Entrega de notas. Fiesta grande con la familia y gente importante que trae coches caros, visten trajes brillantes con bolso y zapatos muy tiesos y tienen mucho poder y dinero.

Desayuno chocolate caliente y madalenas con música del Maestro Rodrigo. Después obras de teatro. Más tarde comida especial, y entrada la tarde, antes que se vayan todos, Misa doble al coincidir la despedida  de curso con la Misa de despedida de la monjita mayor que ha fallecido.

Picoteo…burla, soberbia, envidias, críticas y chismorreo por traje y notas finales de algunas alumnas.


El llanto

La enchufadita, acompañada de colega y camarada lucen melena y cuerpo de mujercitas e inician su adolescencia aturdiendo al jardinero en su loción de parcelita.

Además de pequeña granja y pedacito de huerta, cuida su invernadero como buen sereno. Lleno de flores perfuma altos vientos mientras que hierbas aromáticas esencian suelos añejos que guardan recuerdos de infantas pisadas, risas y juegos. Es su Jardín de  Edén. El lugar donde habla a narcisos, margaritas, violetas que sintiendo piropos de dulce voz, danzan alborotadas entre lavanda y hierbabuena.

Allí fue sorprendido el jardinero  por dos jovencitas, que -como si fueran protagonistas de una película- actuaron como vulgares mujeres adultas.

El, que las ha visto crecer, siente por ellas calor fraternal. No entiende cómo pueden a tan corta edad intentar seducir a un hombre que puede ser su padre por edad. Le conocen muchos años, años de ver estirar cada mañana, centímetro a centímetro sus cuerpecitos, limpiando moquitos, calmando lloros de altura en enérgicos brazos, reparando juguetes para de nuevo, oír alegres grititos rodando y desfilando en bicicleta, pedal y patinetes.

Él que lleva una vida virtuosa, desconcertado, no espera pase nada semejante, lidia con entereza por primera vez en sus veinte años de trabajo un caprichoso juego de jovencitas.

Dirigiéndose como siempre lo hizo, como si fueran sus niñas, sugiere salgan de su parcela privada y ante risitas y caso omiso, el buen hombre se lo toma a guasa para no llevar el tema a situación más crítica. Recoge la ropa del suelo y se las da para que se vistan con educación y cariño como si no hubiera ocurrido nada, conduciéndolas fuera del recinto.

Las mujercitas, al no ser objeto de valoración ni ser miradas se sienten humilladas y conociendo la gravedad de sus actos, temerosas y con miedo que pueda dar parte de lo ocurrido, deciden adelantarse a posibles acontecimientos dándole una lección inolvidable, denunciando “su versión de lo ocurrido” a  las monjitas.

Antes de acudir a la  denuncia, fuerzan la caja fuerte y sacan el dinero obtenido de las ventas de chuches y artículos de la vitrina.

Mientras el jardinero, ajeno a estas maniobras, trabaja, ambas meten el dinero sustraído en una bolsa y lo esconden en un rincón del armario de su pequeña casita. Acto seguido  acuden a la Madre Superiora para dar falso testimonio, hechos no ocurridos.

Jamás en los años que el jardinero trabajara dentro de santos muros había mirado con otros ojos a las menudas que no fueran de entrañable afecto. Siempre sonriente, ayudando en todo, haciendo más allá de sus funciones sin ninguna queja, soportando con buen talante en su carpintería la jauría de animales que Nina  guarda protegiéndolos del frío y miseria. Nunca miro a ninguna de las niñas con otros ojos que no manaran especial ternura.

Se comenta que quedó solo por fallecer su familia y que para poder subsistir, vendía flores y  plantas medicinales. El párroco que conoció antaño a sus difuntos padres se apiadó de ver al chico andar solo y como el curita siempre almorzaba en exquisitos comedores de diferentes órdenes religiosas, se enteraba de los pormenores de las hermanas, supo que hacía falta alguien que reuniera cualidades para el puesto de jardinero, así que le ofreció el puesto. Trabajo que no pudo rechazar pues además de gastos de alojamiento, comida, vestido y atención sanitaria tendría salario. El avispado párroco con su ayuda cubrió  más allá de sus necesidades, introduciéndolo  a perpetuidad en el seno de una gran familia, para que jamás volviera a estar solo.

Desde que entrara a trabajar como jardinero a la edad de  quince años, para él, todo ser que residiera dentro del recinto religioso formaba parte de su vida, eran su familia y siempre se sintió responsable de la protección y cuidados de niños rodeados de privaciones y fraternales ausencias.

El jardinero es llamado urgentemente por  la Directora del colegio. Cuando acude es rodeado de monjitas, abrazando a ambas delatoras, ayudándolas a soportar semejante bajeza. El, falto de palabras, herido como  inocente ciervo atravesado por envenenadas flechas, calla, no le sale la voz, es incapaz de defenderse ante tanta crueldad y mentira. Permanece en pié sin poder respirar por el dolor que siente, mientras las ve llorar y como víctimas de acoso son mimadas y apaciguadas; avisan con urgencia al Doctor para que inspeccione el daño  que pudieron sufrir en manos del jardinero.

El nudo que brota en su garganta se aferra por todo su cuerpo y apenas puede  mantenerse en pié. Es  una pesadilla cruel. Herido por pequeñas que vio jugar y crecer, incrédulo de estar viviendo algo semejante, le faltan palabras, con lágrimas enmudece, siente rasgada su alma al ser atacada por pequeñas serpientes.

El convento al completo toma como única verdad las palabras de las jovencitas y ante el silencio que el hombre guarda, dan por cierta la versión de las niñas.

Desorientado, soporta la calumnia y anda ajusticiado como espíritu brotado de su cripta. Miradas acusatorias de quien quiere, los que creyó durante años ser su familia, ahora escupen insultos; sinvergüenza, malnacido, desagradecido, malvado, criminal… Abatido calla, su imagen coagulada vaga sin aliento.  

Lo culpan y entregan al sacrificio sin misericordia, defensa ni juicio. Culpable por omitir palabras, verdades silenciadas, voces mudas, incapaces de hablar y comprender el malvado acto realizado por jóvenes mocitas.

Nina percibe con seguridad que el jardinero es víctima de un acto de venganza y no tiene la menor duda de su inocencia.

Cada vez que se cruza con el par de rapiñas, Nina siente un doblón de tripas. Las acorrala y ve en sus ojos culpabilidad y malicia. Al cruzarse arrastra de sus órbitas lo que guardan y ocultan, y, cara a cara, sin que puedan negarse al enfrentamiento de miradas, deja hablar a sus ojos acusándolas del grave delito. Ambas intuyen que sabe la verdad de lo ocurrido, pues durante los años de colegio  jamás se comportó igual con nadie ni tuvo enfrentamientos. Ahora se enfrenta, las espeta sin miedo a represalias.

Tras el suceso, nadie habla abiertamente del tema, pero hay continuos siseos, miradas acusatorias hacia la imagen de su persona.  El jardinero pálido, como si padeciera grave enfermad,  anda con un dolor tan intenso que parece Cristo izando la lápida de su tumba hacia el sepulcro del cementerio.