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sábado, 4 de abril de 2015

El vuelo del carpintero



 Villa Salandra  es una  humilde aldea que luce flexible calzada  de grueso musgo sujeta a la tierra. Su ungüento tránsito se hincha y dilata hasta hallar la cumbre, y allí, el pequeño poblado cautivo de lozano pasto, queda al amparo de perversas murallas y denso velo.

Al alba, estiradas lavandas pululan vapores al  viento que patina sereno sobre piel, como seda deshilada. Su triunfante calzada y magnos altares silban porosas voces de héroes olvidados. Entre islotes quebradizos, se oyen almendrados susurros clamar bajito, bajito, gruñendo y rumiando sibilinos gemidos.

Al atardecer, el gélido crepúsculo camuflado como ladrón, se oculta entre ilustres sombras y abruptas crestas audaces, y al anochecer, confinada, recibe álgidos vientos, y, mientras sus almas dormitan, fieras sombras pasean soplos nevados nacarando altares callados y, cada amanecer, su nítido manto queda fragmentado  en graciosas vidrieras, luciendo lechosas calzadas tupidas de melaza y tensa yedra. 

Bajo aterciopelados pies, sus valles visten cipreses estrujados, bien apretados, mitigando cantares  eternos del dócil regato.  Sobre pulidas orillas se esparcen esferas de piedra chica, tan chicas como canicas, tornando tapices multicolores según brille el sol y  vaya pasando el día.

De jaleo y griterío del lugar circulan los justos;  lazarillos guiando manadas de cabritas, el escaso bullicio de saludos y cumplidos, más la venta de alimentos en apacibles ramblas de tan solo treinta vecinos.

Entre escasos moradores, vive un longevo artesano que nutre y esculpe con nutrido apego, fuera grande o  pequeña  cualquier rama, madero intacto o astillado.

El curtido viejo, además de andar curvado, muy doblado, cosecha fósil hollejo plagado de pliegues.  Sin embargo posee manos exquisitas, largas, suaves y refinadas, de mozuelo adolescente “como esbozo pincelado por el Greco”, y, como si fueran independientes de su envejecido cuerpo, como si hubieran sido superpuestas, carecen  de arrugas, a diferencia de su apergaminado boceto.

Sus finas manos tienen la destreza para moldear y enlazar las vetas más profundas de los leños. Tan pulcro y pulido es su trabajo, que peleles quietos e inmóviles parecen vetar  al suspiro, al aire, la brisa y  viento, revelándose vivos… en perpetuo  movimiento.

Se emplea tan afanosamente que no escucha el rum rum, rum rum azotando  su buche pegajoso, y cuando éste patea violento clamando como un potro hambriento, taciturno sacia el hambre y sed sintiéndose  estallar repleto. Entonces derrotado, cede al descanso apoyando su fruncida frente sobre aparejos de trabajo.

¡Qué dichoso se sentía realizando pericias con sus manos! Tenía tantos encargos que además de perder la noción del tiempo, se olvidaba a quién debía enviarlos.

Un día, ensimismado en su afán no se percató de sus pasos ni movimientos. Concentrado, sin dolor, sin sentir presión, como vagando descalzo entre hilos de algodón, reaccionó al sentir caer un pequeño torso de madera a tierra, y cuando se agachó a recogerlo, cayó una manita de tablita al pavimento. Creyendo que fuera por despiste o agotamiento, clamaba “que torpe estoy”, no dando importancia al sin fin de muestras que de repisas caían derribadas al suelo.

Una noche, después de varios  días cayendo partes de juguetes ordenados y colocados en su lugar a la espera de ensamblar, algo le asustó y cayó hacia atrás golpeándose la testa. En esos momentos temió ser atacado por un bandido que quisiera robarle o pretendiera hacerle daño.

Agitado por el miedo, intenta divisar quien se oculta en su  menguada  guarida. Tras minutos de aguda retina paseando estantes y esquinas,  no consigue vislumbrar los destellos  móviles que provocaran su angustia.

Dos segundos pasaron y de golpe… “ZAS” sintió erizar su rizos ceniza mientras oía el burbujeo pavoroso escapar de células recónditas, “sintió no hallarse solo y ser observado”.

Tras varios minutos sin que ocurriera nada, pensó que quizás debiera hablar, preguntar quien había ahí, e intentó alzarse, pero al moverse “ZAS”  las sombras volvieron a surgir, así que tembloroso  y turbado con agitada voz se puso a recitar:

Soy un humilde carpintero que ningún mal hace.
Mis manos no pueden estar quietas, 
por eso trabajo sin descanso.
Mi mundo es realizar obras bellas con esmero y  tacto.
Mientras les doy forma, siento que acarician mi regazo.
Trabajo sin descanso noche y día hasta recuperar la viva esencia
de su pasado.

Sin respuesta, firme como reptil, agudiza morosos  sentidos quedando varado en su armadura de huesos y propios crujidos, y agudizando tímpanos y no percibiendo asomos ni ruidos, se  aúpa lentamente mientras ve esparcir torpes vuelos que  agitados, brotan de  su marchitado dibujo.

No recuerda cuando cambió de gabán por última vez. Y durante el proceso que bien pudiera haber durado semanas, quizás meses, no ha provocado dolor alguno que llamara su atención. Algo muy extraño, fuera de la realidad creció en el reverso de su plegada hechura.

Tras descubrir que su vetusto cuerpo ha desarrollado protuberancias móviles en sus frágiles omoplatos y que de ellos brotan  pelusas “como primeras plumillas de un tierno polluelo” pasa la noche llorando y desconsolado. Fueron las patadas feroces de su vientre quienes le avivaron, pero ante la angustia y ansiedad creciente por el  infortunio de verse diferente, sin comprender las causas del cambio a su avanzada edad, ceba y acalla los golpes con el poco alimento que en su alacena queda, y derrotado, abandonándose en su pequeña guarida se refugia inhalando maderos que aguardan turno para salvar su espíritu, y, mientras exhala su último aliento, inspira con fervor identificando aromas;  el abeto, el alcornoque, sus añoradas acacias y exudados de diferentes resinas.

Han pasado más de treinta años y pequeño poblado  ha crecido.  La vieja casa del carpintero se encuentra abandonada,  llena de maleza, parece la caseta de un cuento creada por las manos de un crío. Su tejado ataviado de rotas pizarras se haya atravesado por colosal árbol que trepó durante años campante y tranquilo retozando y jugando entre brotes y rulos.

Ante la necesidad de limpiar y agrandar la plaza del poblado, por unanimidad, los vecinos deciden derribar la caseta del carpintero. Limpiando primero los alrededores del pequeño hogar  para después demoler sus ruinosas paredes, asoma un tronco cuyo diámetro mide doce metros.

Llamado el  guarda-bosques para que aclare el tipo de árbol dadas sus rarezas y características excepcionales se presentó  radiante dándose importancia, pero en segundos, su rostro airoso y triunfal quedó cuadrado, y,  sin escuchar reclamos y quejas de alcalde y vecinos guardó solemne silencio, al tener frente a él, un digno espécimen incapaz de identificar.

Su tronco se eleva como si una fuerza íntima lo hubiera alzado y atravesado desde tierra abriéndose paso secreto a través de rugosas órbitas. En el cohabitan distintos tipos de maderas. Las ramas tienen brotes diferentes y sus diversos frutos convergen en armonía, no brotando al exterior, sino germinando  y brotando en su interior.

El fósil  pellejo  y  fósiles huesos del carpintero fueron pilares y a la vez nutrientes que sirvieron para que el resto de maderos que estaban  a la espera pudieran fusionar de nuevo sus raíces para sentirse vivas.

Además de tener un aspecto extraordinario, pues no hay vegetal que reúna sus cualidades injertadas y en perfecta armonía, transmite gran paz a quien descansa bajo su sombra.

Cuando los pobladores acuden a su alfombra,  si guardan silencio, oyen el fuerte golpeteo de millones de gotas lavando bosques tupidos de diferentes hojas “como millones de pequeñas manitas aplaudiendo ante copiosa  tormenta” y, si respiran con energía sienten la fuerza del oxígeno entrar con aceites resinados purificar sus húmedas células.


Algunos vecinos comentan  que mientras se hallan bajo su sombra han sentido el conato de altos vuelos de sus ramas. También hay infantiles rumores “dicen que mientras juegan, caen pequeños brotes” como si el mismo árbol sacudiera viejas ramitas…que los críos llevan a casa para ver brotar delicadas pelusas, al igual que las primeras plumillas de un tierno polluelo.

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