Las manos
que sostienen el mundo están agrietadas. Fregan, cocinan, planchan, cuidan,
levantan peso, sostienen cuerpos y emociones. Nunca descansan. Ni siquiera
cuando sienten dolor.
Con los
años, esos dedos se deforman. Las rodillas crujen al subir escaleras. La
espalda se encorva, como si el mundo entero las hubiera ido empujando hacia
abajo. El diagnóstico es artrosis. Y la respuesta médica suele ser: “Es normal.
Es la edad.”
Pero no
es la edad. Es el precio de una vida entera de trabajo invisible. De limpiar
mientras otros descansan. De ordenar mientras otros desordenan. De cuidar
mientras nadie cuida.
Un día,
aparece en las noticias un robot doméstico. Uno que puede limpiar, ordenar,
cargar cosas. Uno que no siente dolor. Uno que no se queja. Uno que hace lo que
ellas han hecho toda la vida, pero sin artrosis.
Y
entonces surge la pregunta: ¿Por qué no se les ofreció esto antes? ¿Por qué no
se les educó, se les protegió, se les reconoció? ¿Por qué no se les da ahora,
como reparación?
Porque no
se trata solo de tecnología. Se trata de justicia. Porque no se trata solo de
limpiar la casa. Se trata de no romper más cuerpos para sostenerla.
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